domingo, 25 de septiembre de 2011

SISIFO. POR BURLAR A LA MUERTE.


Sísifo, astuto rey de Corinto, vio de cerca el rapto de la ninfa Egina. Pero guardó el secreto, hasta que llegara la ocasión de sacarle provecho. 


Esperó que el río Asopo, padre de la joven pasara por sus tierras en busca de su hija. Y primero le exigió que hiciese brotar una fuente cristalina en la ciudadela de su reino. Luego le contó que el raptor de Egina era Zeus. 

El señor del Olimpo, irritado por la delación, llamo a Tánatos (la muerte) y le mandó a arrojar a los infiernos al rey de Corinto. 

Figura siniestra, envuelta en negros ropajes habitante del Hades, hermano del Sueño, Tánatos llegó súbitamente a las tierras de Sísifo. 

La tétrica presencia no atemorizo al astuto soberano. Con mucha maña y mucho arte, Sísifo engaño al dios de la muerte. Lo invito amablemente a entrar por una puerta y, cuando Tánatos se dio cuenta de lo que había pasado, se encontró aprisionado en un calabozo. Por largo tiempo nadie murió en el mundo. 

Hades estaba triste y alarmado. Los campos del mundo Inferior no se enriquecían con nuevas almas. La barca de Caronte yacía varada en un rincón, sin utilidad ni función. Era preciso restituir al mundo su orden natural. El dios de los muertos recurrió a su hermano Júpiter. 

Sabiendo que Sísifo tenía preso a Tánatos, el padre de los dioses envió a Ares (Marte) para obligar al primero a libertar a su terrible cautivo. Y la primera víctima de la muerte habría de ser el propio delator de Júpiter. Al  rey de Corinto no le quedó  más que obedecer. 

Se preparó, pues, para seguir a Tánatos a los infiernos; antes sin embargo, pidió un momento para despedirse de su esposa. En ese instante de los adioses, le recomendó vivamente que no lo enterrase ni le hiciese funerales. Y aunque sin comprender las razones del marido, la mujer obedeció. 

En el centro de la tierra, Sísifo se lamentaba día y noche. Se quejaba de no haber tenido honras fúnebres. De que la esposa ingrata no lo hubiera sepultado. Necesitaba volver a la superficie de la tierra para castigarla por tamaña negligencia. 

Tanto se lamentó y tanto pidió, que Hades acabó compadeciéndose de él y le permitió retornar al mundo por un corto tiempo. 
Apenas dejó el Hades, el astuto Sísifo tomó rumbos lejanos y la firme resolución de no volver a ver nunca las sombras infernales. 

Sin embargo, un día muchos años después, le faltaron las fuerzas para seguir viviendo.
Estaba demasiado viejo. Ya no tenía energías para engañar a la Muerte. Y fue nuevamente arrastrado a los subterráneos del mundo. 

Hades que jamás había olvidado la fuga de Sísifo, al recibirlo por segunda vez tomó todas las precauciones para mantenerlo en su dominio. Le impuso una tarea que no le permitiese ni un minuto de descanso e impidiera cualquier evasión: empujar montaña arriba una enorme piedra, que siempre se le escapa de las manos al llegar cerca de la cima. Y así,  perpetuamente, el condenado que osara engañar a la Muerte desciende por la ladera para retomar la piedra y recomienza su tarea sin fin y sin objetivo. 

viernes, 23 de septiembre de 2011

PIRAMO Y TISBE. LA HISTORIA ORIGINAL


Era Píramo el joven más apuesto y Tisbe la más bella de las chicas de Oriente. Vivían en la antigua Babilonia, en casas contiguas. Su proximidad les hizo conocerse y empezar a quererse. Con el tiempo creció el amor.

Hubieran acabado casándose, pero se opusieron los padres. Aunque no les dejaban verse, lograban comunicarse de alguna forma; no pudieron los padres impedir que cada vez estuvieran más enamorados: el fuego tapado hace mejor rescoldo.

La pared medianera de las dos casas tenía una pequeña grieta casi imperceptible, pero ellos la descubrieron y la hicieron conducto de su voz. A través de ella pasaban sus palabras de ternura, a veces también su desesperación: no podían verse ni tocarse. A la noche se despedían besando cada uno su lado de la pared.

Pero un día toman una decisión. Acuerdan escaparse por la noche, burlando la vigilancia, y reunirse fuera de la ciudad. Se encontrarían junto al monumento de Nino, al amparo de un moral que allí había, al lado de una fuente.

Ese día se les hizo eterno. Al fin llega la noche. Tisbe, embozada, logra salir de casa sin que se den cuenta y llega la primera al lugar de la cita: el amor la hacía audaz.

En esto se acerca a beber a la fuente una leona, con sus fauces aún ensangrentadas de una presa reciente. Al percibirla de lejos a la luz de la luna, Tisbe escapa asustada y se refugia en el fondo de una cueva. En su huida se le cayó el velo con que cubría su cabeza. Cuando la leona hubo aplacado su sed en la fuente, encontró el velo y lo destrozó con sus garras y sus dientes.

Algo más tarde llegó por fin Píramo. Distinguió en el suelo las huellas de la leona y su corazón se encogió; pero cuando vio el velo de Tisbe ensangrentado y destrozado, ya no pudo reprimirse: "Una misma noche - dijo - acabará con los dos enamorados. Ella era, con mucho, más digna de vivir; yo he sido el culpable. Yo te he matado, infeliz; yo, que te hice venir a un lugar peligroso y no llegué el primero. ¡Destrozadme a mí, leones, que habitáis estos parajes! Pero es de cobardes limitarse a decir que se desea la muerte".

Levanta del suelo los restos del velo de Tisbe y acude con él a la sombra del árbol de la cita. Riega el velo con sus lágrimas, lo cubre de besos y dice: "Recibe también la bebida de mi sangre". El puñal que llevaba al cinto se lo hundió en las entrañas y se lo arrancó de la herida mientras caía tendido boca arriba. Su sangre salpicó hacia lo alto y manchó de oscuro la blancura de las moras. Las raíces de la morera, absorbiendo la sangre derramada por Píramo, acabaron de teñir el color de sus frutos.

Aún no repuesta del susto, vuelve la joven al lugar de la cita, deseando encontrarse con su amado y contarle los detalles de su aventura. Reconoce el lugar, pero la hace dudar el color de los frutos del árbol. Al distinguir un cuerpo palpitante en el suelo ensangrentado, un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo. Cuando reconoció que era Píramo, se da golpes, se tira de los pelos y se abraza al cuerpo de su amado, mezclando sus lágrimas con la sangre. Al besar su rostro, ya frío, gritaba: "Píramo, ¿qué desgracia te aparta de mí? Responde, Píramo, escúchame y reacciona, te llama tu querida Tisbe". Al nombre de Tisbe, entreabrió Píramo sus ojos moribundos, que se volvieron a cerrar.

Cuando ella reconoció su velo destrozado y vio vacía la vaina del puñal, exclamó: "Infeliz, te han matado tu propia mano y tu amor. Al menos para esto tengo yo también manos y amor suficientes: te seguiré en tu final. Cuando se hable de nosotros, se dirá que de tu muerte he sido yo la causa y la compañera. De ti sólo la muerte podía separarme, pero ni la muerte podrá separarme de ti. En nombre de los dos una sola cosa os pido , padre mío y padre de este infortunado, que a los que compartieron su amor y su última hora no les pongáis reparos a que descansen en una misma tumba. Y tú, árbol que acoges el cadáver de uno y pronto el de los dos, conserva para siempre el color oscuro de tus frutos en recuerdo y luto de la sangre de ambos". Dijo y, colocando bajo su pecho la punta del arma, que aún estaba templada por la sangre de su amado, se arrojó sobre ella.

Sus plegarias conmovieron a los dioses y conmovieron a sus padres, pues las moras desde entonces son de color oscuro cuando maduran y los restos de ambos descansan en una misma urna.

lunes, 19 de septiembre de 2011

BELEROFONTE.


Esta es la historia de un héroe prácticamente invencible que consiguió derrotar a grandes monstruos como la Quimera y a temibles guerreras como las Amazonas. Un joven que cabalgó a lomos del caballo alado Pegaso y que osó creerse a la altura de los Dioses, motivo por el cual fue castigado por Zeus, el todopoderoso.

Cuando el joven Iponoo, hijo del rey Glauco de Corintio, mató accidentalmente su hermano Belero en una competición de caza, cambió su nombre original por el de Belerofonte, que significa asesino de Belero, y se exilió en Tirinto, en la corte del rey Preto como huésped.

Desde que apareció, Belerofonte se convirtió en la obsesión de Estenobea, esposa del rey Preto. Por esto a los griegos no les sorprendía que la reina intentara abordarlo en ocasiones diversas. El hecho es que él la rechazó una y otra vez, y Estenobea no pudo sufrir este desprecio: fue a encontrar a su marido y le dijo que Belerofonte había tratado de seducirla a la fuerza. El rey se puso furioso y no deseaba sino acabar con el joven corintio, pero tenía miedo de que los Dioses lo castigaran si faltaba a las leyes de la hospitalidad. 

El hecho es que los griegos entendían que el extranjero que se encuentra en una comunidad foránea desprotegido de cualquier derecho necesita la alianza de un huésped que lo ampare, por lo tanto, el vínculo de la hospitalidad es sagrado para este pueblo, e implica someterse a deberes muy estrictos y hacerse muchos regalos.

Así pues, Preto sólo despachó a Belerofonte a casa de su suegro, el rey Iobates de Licia, con una carta sellada de recomendación. Iobates acogió al invitado según las reglas de la hospitalidad y le obsequió con unas fiestas de bienvenida que duraron nueve días. La mañana del décimo día el rey de Licia abrió el sobre cerrado que el huésped le había entregado. Éste decía: "Le agradeceré que pueda sacrificar al portador de este mensaje". No era precisamente una carta de recomendación.


Pero Iobates tampoco osó desobedecer las leyes de la hospitalidad. Al contrario, pidió al muchacho que diera fe del nexo que los unía procurándole el servicio siguiente: matar la fiera que asolaba a la comarca, la Quimera hija de Tifón y Equidna, un monstruo con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente que sacaba fuego por las muelas. Obviamente se trataba de una misión imposible. El rey de Licia no quería sino cumplir de manera indirecta el requerimiento de Preto, convencido como estaba de que la bestia se zamparía al chico.

Antes de hacer frente a la fiera, algo asustado, Belerofonte fue a consultar al adivino Polieides.
-Matarás la Quimera - le dijo el adivino - Lo harás con la ayuda de Pegaso, el caballo alado, que encontrarás en la Acrópolis de Corintio, tu ciudad natal.
Siguiendo los consejos del sabio, Belerofonte fue a buscar al animal. Aun así, no hubiera podido someterle si la misma diosa Atena no le hubiera entregado la rienda de oro con la que el muchacho consiguió domar a Pegaso.

A lomos del caballo alado, Belerofonte voló sobre la Quimera e intentó vanamente herir al monstruo a golpes de dardo. En un revés del combate, el guerrero insertó la punta de la lanza en la garganta de la fiera y, sorprendentemente, el aliento de fuego de la bestia fundió el plomo del arma, con tanta suerte que la Quimera tragó el plomo y el metal caliente le quemó los órganos haciendo que cayera abatida.

Esta victoria convirtió al chico en un héroe. Más adelante lucharía contra las Amazonas, las mujeres guerreras, y también las derrotaría. Empezaría a pensar que su lugar era el Monte Olimpo con los Dioses y esta arrogancia sería castigada por Zeus. Finalmente, el joven Belerofonte se convertiría en un vagabundo malherido y nostálgico. Pegaso, una constelación en el cielo.

viernes, 16 de septiembre de 2011

LAS ERINIAS. FURIAS MITOLÓGICAS.

Las Erinias, del griego que significa perseguir, eran en la mitología griega (en la mitología romana eran conocidas como Furias, del latín furiae que  significa terrible) las personificaciones femeninas de la venganza que perseguían a los criminales de los parientes. De aspecto horrible, tomana la apariencia de mujeres con vestidos negros y rojos y cabello de serpiente; tenían un látigo y una antorcha con lo que perseguían a su victima; en algunas ocasiones se las representaba con alas de muecuélago o de ave y el cuerpo de un perro; aunque también se les representaba como moscas acosando a sus víctimas. 
Las Erinias o Furias también eran nombradas Eumenidas o “las benévolas” que era una forma de exorcizar su furia; Semmai, que quiere decir “las venerables;” Potnias, o “las horribles”; y, por último,Praxídiceas, o “ejecutoras de leyes.”
No se conoce con exactitud el origen de las Furias (o Erinias); aunque se decía que habían nacido de las gotas de sangre derramada por Urano (dios primordial del cielo) cuando su hijo Cronos lo castró; razón por la cual se consideraban divinidades ctónicas, es decir, divinidades del inframundo. Otras versiones afirman que las Erinias eran hijas de la Madre Tierra y la Oscuridad; había quienes afirmaban que eran hijas de Cronos y Eurínoma; y, por último hay quienes las hacían hijas de Hades (dios del inframundo) y Perséfone (reina del inframundo). Aunque no había un acuerdo en relación a su número, Virgilio nombró a tres: Alecto, o la que castiga los delitos de la moral; Tisífone, encargada de castigar los asesinatos; y Megera, la que castigaba a los infieles.
Las Erinias se encargaban de cuidar la entrada al Tártaro (lugar de tormento y sufrimiento eternos similar al infierno de los cristianos) donde los criminales expiaban sus culpas; sin embargo, se les identificaba más como aquellas responsables de castigar a los que hubieran ofendido a los dioses del Olimpo, cometido matricidio o roto un juramento; así que su función era atormentar, perseguir y acosar a los culpables de tales crímenes y su persecución era tan implacable que incluso los culpables se suicidaban.

Las Erinias son fuerzas primitivas anteriores a los dioses olímpicos, por lo que no se someten a la autoridad de Zeus. Moraban en el Érebo (o en el Tártaro según la tradición), el inframundo, del que sólo volvían a la Tierra para castigar a los criminales vivos, sometiendo mientras a torturas sin fin a los eternamente condenados. A pesar de su ascendencia divina, los dioses del Olimpo muestran una profunda repulsión hacia estos seres que no toleran. Por su parte, los mortales las temen y huyen de ellas. Es esta marginación y la necesidad de reconocimiento que implica lo que, en la obra de Esquilo, llevará a las Erinias a aceptar el veredicto de Atenea, a pesar de su inagotable sed de venganza.
Cuando una maldición ritual en la Iliada invoca a «vosotros, que en lo profundo castigáis a los muertos que fueron perjuros», «las Erinias son simplemente una encarnación del acto de automaldición que conlleva el juramento», según Burkert. Son las encargadas de castigar los crímenes durante la vida de sus autores, y no más tarde. No obstante, siendo su campo de acción ilimitado, si el autor del crimen muere, lo perseguirán hasta el inframundo. Justas pero sin piedad, ningún rezo ni sacrificio puede conmoverlas ni impedir que lleven a cabo su tarea. 

Rechazan las circunstancias atenuantes y castigan todas las ofensas contra la sociedad y la naturaleza como el perjurio, la violación de los ritos de hospitalidad y sobre todo los crímenes o asesinatos contra la familia. En épocas antiguas se creía que los seres humanos no podían ni debían castigar tan horribles crímenes, correspondiendo a las Erinias perseguir al desterrado asesino del fallecido en venganza, hostigándole hasta hacerle enloquecer (de ahí su nombre latino, derivado de «furor»). La tortura sólo cesaba si el criminal encontraba a alguien que le purificase de sus crímenes. Némesis representa un concepto similar, y su función se solapa con la de las Erinias, con la diferencia de que aquélla castigaba las faltas cometidas contra los dioses. La diosa Niké tenía originalmente un papel parecido, como portadora de una victoria justa. Castigaban el hibris o exceso. Prohibían a los adivinos revelar fielmente el futuro para que este conocimiento no acercara al hombre a los dioses.

Se representa a estas hórridas deidades vengadoras como genios femeninos con serpientes enroscadas en sus cabezas entre el pelo, portando látigos y antorchas, y con sangre manando en lugar de lágrimas en los ojos. También se decía que tenían grandes alas de murciélago o pájaro, o el cuerpo de un perro.
Solían ser comparadas con las Gorgonas, las Grayas y las Arpías debido a su espantosa y oscura apariencia y al poco contacto que mantenían con los dioses olímpicos. Atormentan a los que hacen el mal, persiguiéndolos incansablemente sobre la Tierra hasta volverlos locos. En un sentido más amplio, la Erinias representan la rectitud de las cosas dentro del orden establecido, protectoras del cosmos frente al caos. En la Ilíadas privan de la palabra a Janto, el caballo de Aquiles, por culpar a los dioses de la muerte de Patroclo y privan de descendencia a Fénix. El filósofo Heráclito decía que si Helios decidía cambiar el curso del Solo a través del cielo, ellas le impedirían hacerlo.

Un mito cuenta que Tisífone se enamoró de Citerón, y terminó provocando su muerte por mordedura de serpiente, concretamente de una de su cabeza