Apolo envalentonado por su triunfo sobre la serpiente y desafió a Eros (Cupido), el arquero más certero, el dios que lanza siempre con precisión sus flechas del amor, y le increpó con necias palabras...
“Dime, joven afeminado, ¿Qué pretendes hacer con esa arma más propias de mis manos que de las tuyas? Yo sé lanzar flechas certezas contra las bestias feroces y contra los peores enemigos. Yo he gozado mientras veía morir a la serpiente Pitón entre las angustias envenenadas de muchas heridas. Conténtate con avivar con sus candelas un fuego que a mi no me alcanza y no pretendas igualar tus victorias con las mías
Sírvete de tus flechas como mejor te plazca – Respondió el Amor – y hiere quienes te dé la gana. Más a mi me place herirte ahora. La gloria que a ti te viene de las bestias vencidas me vendrá a mí de haberte rendido a ti, cazador invencible”
Después de terminar su discurso, Eros se dirigió hacia el monte Parnaso y una vez allí, cargó dos flechas con el fruto del amor y de la pasión en una, y en lo otra, por el contrario, el abultado desdén. Las lanzó con gran tino y la primera se clavó en el pecho de Apolo, mientras la segunda alcanzó a la ninfa Dafne.
De este modo la pasión de uno – en este caso de Apolo – se estrellaría siempre contra el desprecio – latente en Dafne – del otro. Ante los requerimientos del dios, la ninfa respondía indefectiblemente con el repudio y la huida.
¡Espérame Hermosa mía! Clamaba Apolo, ¡Espérame! ¡Que no soy ningún enemigo de funestas ideas! Húyele el rodero al lobo, el ciervo al león y la paloma al águila porque sus enemigos son; únicamente el más inmenso amor me impulsa!
En vano clamaba Apolo; inútiles resultaban sus suplicas y sus ruegos; pues Dafne (a cauda del efecto del certero dardo de Eros) no reparó en él ni un instante siquiera.
Las lamentaciones de Apolo no parecían propias de un dios tan valeroso y victorioso como hasta entonces se había aparecido ante él mismo y ante los demás. La flecha del desamor, que Cupido le había clavado en el centro del mismo de su corazón, estaba produciendo por el certero arquero.
El dios y la ninfa
Reflexionaba Apolo sobre todas las cualidades de la que estaba adornado, y no hallaba fallo ni tacha alguna en su propia persona. Acaso ya no se acordaba de su arrogancia para con el “afeminado Cupido”. Cuanto más se miraba a sí mismo, menos veía sus posibles fallos. Finalmente, y muy a su pesar, Apolo no pudo conseguir el amor, ni el afecto de Leto, la cual se transformó en árbol, concretamente en un laurel que, por otro lado, se convirtió en el símbolo de Apolo y sus victorias.
El relato de Ovidio describe los amores del dios y de la ninfa:
“Hijo de Zeus soy, y adivino el porvenir y soy sabio del pasado. Yo inventé la emoción de acotar el canto al son de la lira; mis flechas llegan a todas partes con golpes certeros. Mas, ¡ay! Que me parece más certero quien me dio en mi blanco. Siendo el inventor de la medicina, el universo me adora como a un dios bondadoso y benefactor. Conozco la virtud de todas las plantas…pero, ¿Qué hierba existe que me cura la locura de amor? Se conoce que mis méritos, útiles para todos los mortales, únicamente para mí no tiene poder ni prodigio”.
Mientras hablaba de ese modo, Apolo logró acotar la hermosura acrecentada. Sus vestidos volados y semicaídos… Sus cabellos dorados y flotantes…Divina, sí. Debió pensar Apolo que más le valían que las melodiosas palabras, en aquella ocasión , los pies ligeros… y arreció en su carrera. Y fue aquello…como una liebre perseguida por un galgo en campo raso, espectacular y definitivo. ¿La alcanza? ¿No la alcanza? Ya los varoniles dedos rozan las prendas femeninas… ¡Y como palpita el corazón entonces…!
Llegó Dafne a la orilla del río Paneo, su padre, y le dijo así desconsolada: “Padre mío, si es verdad que tus aguas tienen el privilegio de la divinidad, ven en mi auxilio… o tú, Tierra, ¡trágame!, porque ya veo cuán funesta en mi hermosura…!
Apenas termino su ruego, fue acometida por un espasmo. Su cuerpo se cubre de corteza. Sus pies, hechos raíces, se ahondan en el suelo. Sus brazos y sus cabellos son ramas cubiertas de hojarasca. Y, sin embargo, ¡que bello aquel Árbol” A él se abraza Apolo y hasta parece que lo siente palpitar. Las movidas ramas, rozándole, pueden ser mi mujer, serás mi árbol predilecto, laurel, honra de mis victorias.
Mis cabellos y mi lira no podrán tener ornamento mas divino. ¡Hojas de laurel! Cubriste los pórticos en el palacio de los emperadores y reyes que no dejarán de aparecer verdes
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