domingo, 24 de octubre de 2010

HERMES, EL MENSAJERO DE LOS DIOSES

Como en todas las familias, siempre existe el arroz negro en la sopa, y en el Olimpo no fue la excepción, hasta los dioses tienen su dolor de cabeza, y este fue precisamente el dios Hermes, veamos porque…

Dios protector del comercio de los mercaderes

Considerando el mensajero de los dioses, Hermes, Mercurio de los romanos, era también la deidad protectora del comercio y de los mercaderes, y recorría grandes distancias en poco tiempo con sus sandalias aladas y mágicas.

En la mítica región de Arcadia, evocada por poetas y narradores, desde tiempos inmemorables, como escenario idóneo para el desarrollo de una vida bucólica y apacible, nació el dios Hermes, el Mercurio de los romanos.

El hermoso lugar estaba considerado, además, como el sitio ideal para que todas las leyendas acerca de lo pastoril, y el encanto de lo rústico, tuvieran allí su perfecto acomodo.

Pero el suceso más memorable acaecía, precisamente, cuando los dorados rayos del sol dejaban que las sombras de la noche se adueñaran de campos y valles. Y “mientras el sueño envolvía a Hera, la de los níveos brazos”, en expresión del más grande de los poetas clásicos, su esposo Zeus acudía presuroso a encontrarse la ninfa Maya.

Al amparo de las sombras

 En una oscura gruta del monte Cirene, oculta por lo accidentado del terreno de esa región del Peloponeso, moraba la ninfa Maya. Se había recluido en tan recóndito habitáculo, lejos del gozoso bullicio del Olimpo porque no gustaba del trato de los bienaventurados dioses. Sin embargo, permitió de buen grado que Zeus, el más mujeriego y caprichoso entre los dioses  y los mortales, la sedujera. El dios Rey del Olimpo, aliándose con la noche, gozaba con asiduidad de los favores y la compañía de Maya, “La ninfa de hermosas trenzas”, como dicen los narradores clásicos.

El fruto de los amores del Zeus y la hermosa ninfa Maya fue el dios Hermes, el Mercurio de los romanos, del que se dice que al poco tiempo de nacer, ya se le conocía con ciertas dotes que ni siquiera una persona adulta podría llevar a cabo. Y no faltan estudiosos de la mitología que interpretan la excesiva sagacidad y astucia del dios siempre con los diversos avatares que tuvo que pasar el poderoso amo del Olimpo para, al amparo de las sombras de la noche, volar hacia la oscura gruta de la ninfa Maya y saciarse de su hermosura y belleza.

De manera que puede afirmarse del dios Mercurio que tuvo buen maestro nada menos que a su propio padre, en el arte de urdir tramas y resolver imposibles.

Reparemos, si no, en la diversidad de acciones que lleva a cabo con una habilidad inigualable. La primera de ellas aparece recogida por todos los cantores de mitos y hace alusión a un curioso robo que el dios Mercurio realiza con aprovechamiento y astucia, y que muy bien, pudiera valerle el título de patrono, o rey, de los ladrones de ganado.

Un robo singular

Según la narración del mito clásico, Hermes, el dios Mercurio de los romanos, era tan sólo un recién nacido cuando, sin ayuda de nadie, saltó del harnero o criba, lugar en el que lo habúa depositado su madre, la ninfa Maya, para que le sirviera como cuna, no sin haberse asegurado antes de envolverlo y fajarlo convenientemente, y se dispuso a corretear por campos y prados.
El tiempo transcurrió raudo y veloz, el sol ya se ocultaba por el ocaso y Hermes decidió conservar un recuerdo de los valles y tierras por los que había pasado.

De este modo, urdió un plan con la intención de conseguir sus pretensiones, las cuales no eran otras más que llevarse consigo los mejores bueyes de la cabaña de los dioses que, a la sazón, pastaba por aquellos lugares al cuidado de un guardián excepcional, al mismísimo Apolo. Aunque éste, en esos momentos, se afanaban en otros menesteres cualitativamente diferentes de la tarea que se le había encomendado, ya que, según dejaron escrito algunos narradores de mitos, Apolo intentaba convencer a la bella ninfa de lo maravillosa que podría ser si compañía y de lo nocivo que, de todo punto, resultaba la soledad y la renuncia a los placeres del amor.

La ocasión fue aprovechada por el dios Mercurio, pues no en vano tenia fama de sagaz  y casi en un abrir y cerrar de ojos separo cincuenta de los mejores ejemplares de bueyes, con lo que la manada quedó sensiblemente mermada, y los arreó por vericuetos y caminos, apenas transitados, sin más ayuda que su notable ingenio y su despierto ingenio y su despierto talento.

La oscuridad de la noche protegía la atrevida acción del dios de las sandalias aladas y mágicas, que no obstante, Abia preparado su hurto con todo detalle. Para que sus posibles perseguidores no pudieran encontrarlo se entretenía en borrar toda huella y todo vestigio de su hazaña. Y así obligaba a las reses a caminar de un extraño modo “haciendo que las pezuñas de delante marchen hacia atrás y las de atrás hacia delante y andando él mismo, al conducirlas, de espaldas”.

También urdió otros métodos que bien pudieron clasificarse de sofisticados, entre los cuales vale la pena mencionar y destacar, de manera especial, que consistía en atar ramas, arrancadas de frondosos árboles, a los rabos de los animales para que, al arrastrarlas por el suelo, se borraran las marcas de sus pezuñas.

Como ya el día comenzara a clarear, el insigne ladrón esconde a los animales en una cueva y regresa velozmente a su criba.

Pero Apolo, que poseía el arte de la adivinación, supo enseguida quien había sido el ladrón del ganado de los dioses. Aunque Hermes negó una y otra vez su autoría, la pericia de Apolo al interrogarle puso en claro la verdad de los hechos. Con gran disimulo, y viéndose descubierto, Hermes comenzó a tocar un instrumento de su invención, que el mismo había inventado y, cuyo melodioso sonido, atrajo la atención de Apolo.

Viendo Hermes el interés con que aquél escuchaba, se lo regalo y, al momento se hicieron amigos. Apolo le dio a cambio su cayado de oro y, desde entonces, nunca más se perjudicaron; en lo sucesivo, éste sería el dios de la música, mientras que a su amigo Hermes, se le asociaría con la protección de los rebaños y manadas, y se le conocería con el apodo o el epíteto del dios del áurea vara, o liviano cayado.

Testigo de excepción

No todas las versiones coinciden en afirmar con que llevó a cabo su robo el dios Hermes, ya que, según algunos relatos mitológicos, hubo un testigo de tan premeditado hurto.
Los hechos son narrados por el gran cantor Ovidio quien, basándose en la “Odisea” del insigne Homero, expresaba con detalle tan singular episodio a raíz de la transformación y metamorfosis de la hija del Centauro Quirón el infortunio de que su hija ante ti, ¡Oh Apolo!, no atreviéndose él solo a arrostrar el misterio del Destino… Más, por aquel entonces, tú andabas muy interesado en una aventura amorosa. Portabas una zamarra de pastor y un cayado y una flauta, y apacentabas al ganado de los dioses en los verdes, y también risueños campos de Mesena.

 Pero soñando amores que concertabas con una dulce musiquilla, no te diste cuenta de cómo los novillos se alejaba y se perdían. Se aprovechó Mercurio de tu sueño para robarte el ganado y esconderlo en las entrañas mismas de la Tierra sin que nadie se diese cuenta, excepto una persona: el viejo pastor Bato, que guardaba las yeguas del rey Neleo.

Mercurio, atemorizado de este testigo, se le acercó y le habló así: “Amigo míos: si cualquiera pasase por aquí y te preguntara si habías visto este ganado, dirás que no. En premio de tu mentira te voy a recompensar con esta hermosa becerra”. Tomando el regalo, respondió Bato: “Puedes irte con tranquilidad. El secreto que me has confiado lo sabrá únicamente esta piedra”

Simulo Mercurio irse y, al poco tiempo, transformado, con el porte externo de campesino, apareció de nuevo y pregunto al viejo pastor: “Buen hombre, ¿Has visto pasar por aquí una recua de vacas y novillos? Yo te ruego que me lo digas. No debes favorecer con tu silencio a quien me los ha robado. Si me dices la verdad, he de regalarte una vaca y un toro.”

El viejo, considerando que se le ofrecía premio doble, no tuvo inconveniente en la traición y, ni tardo ni perezoso, faltó a su palabra y confesó con voz apresurada. “Vuestro rebaño se encuentra en los alrededores de esta montaña”. Entonces, el dios Mercurio airado, le dice: “Me has traicionado, viejo fementido. Has querido jugar doblemente. Pero voy a convertirte en la dura piedra que, según tú, sería la única conocedora de mi hurto”.

El caparazón de una tortuga

No obstante la correría descrita, del dios es conocido como el inventor del primer instrumento musical digno de tal nombre. Para ello, al decir de los diferente cronistas, se sirvió del caparazón de una tortuga que, ajena al peligro que la acechaba buscando comida entre los hierbajos de la misma boca oscura de la cueva en la que moraba el recién nacido Hermes. Sirviéndose de un punzón de acero vació todo el caparazón de la tortuga, y acto seguido, cortó unas cañas que unió con tripas retorcidas y secas, las cuales utilizo como cuerdas bien tensadas. “Entonces, según se puede leer en el Himno a Hércules, cogiendo el amable juguete que ha construido, ensaya cada nota con el arco, y bajo sus manos suena un ruido sorprendente”

Poco antes de fabricar tan costosa cítara, el dios Mercurio había halagado a la tortuga con una verborrea bici común, especialmente si se repara en que provenía de un niño pequeño, y había calificado al animal indefenso de “criatura naturalmente amable”. Además, se había deshecho en elogios hacía él, acaso con la intención de que la infeliz tortuga se confiara, aunque de otros modo tampoco era mucho lo que pudiera hacer. Desde luego, la opción de la rápida huida le estaba vedada al lento galápago: a la “criatura naturalmente amable, reguladora de la danza, compañera del festín, en el feliz momento te me has aparecido gratamente… Tu serás, mientras vivas, quien preserve de los graves y malos sortilegios y encantamientos: y luego cuando hayas muerto, cantarás dulcemente”.

Tales palabras proferidas por el dios Mercurio, resultarán veraces y ciertas. Puesto que él mismo al servirse del caparazón de la tortuga para confeccionar la resonancia de una cítara, se encargara de que así sea. Sus palabras son, por lo tanto, como una premonición de lo que va a ocurrirle a la criatura naturalmente amable.

Sin embargo, parece tan exagerado que un niño recién nacido se dedique a los menesteres reseñados y que con su tierno corazón alimente tanta saña, que algunos simbolistas prestigiosos se reafirman en la convección de que la tortuga aparece, con su carga significativa y emblemática, reseñada en episodios místicos del extremo oriente. Existe al respecto, un ancestro en el que se muestra al caparazón de la tortuga como portador de las líneas que compondrán los trigramas del famoso “Libro de las mutaciones”, o “Libro de las Transformaciones” y los dos principios denominados “Yin” y Yang”. Los caparazones de las tortugas se ponían al fuego y se resquebrajaban por efecto del calor.

De este modo, aparecían trazos continuos y descontinuos que, al combinarse, proporcionaban diversos significados. Interpretar todo ese conjunto de símbolos estaba considerado como un verdadero arte.

Las tortugas formaban parte de los mitos orientales y era un animal al que se lo relacionaba con la tierra y el cuelo, ya que su concha superior, con figura semejante a una bóveda, simbolizaba el cielo; y su concha inferior, con figura cuadrada, representaba la tierra.

El robo de las flechas del amor

En ocasiones, los robos del dios de las sandalias aladas, su manía cleptómana, le costó serios disgustos; el más importante de ellos fue acaso su expulsión del Olimpo y es que no hubo atributo de deidad alguna que no sufriera la apetencia de este ilustre ladrón. Cuentan las crónicas que, en cierta ocasión, el dios del Amor no pudo disparar sus dardos certeros porque Hermes le había robado el carcaj con todas sus flechas.

Lo mismo le sucedió a la hermosa diosa Venus, que no pudo hacer realidad el sueño de una de sus conquistas porque el cinturón, donde guardaba sus encantos, le fue sustraído por Hermes.
Esto y otros robos colmaron la paciencia de los dioses del Olimpo, quienes decidieron por unanimidad expulsar a Mercurio de tan idílico lugar
Sin embargo el poderoso Zeus no tardaría en perdonarlo y en permitirle de nuevo, acomodarse en la morada de los dioses.

De ahora en adelante tendría a un fiel servidor para todo lo que el rey del Olimpo gustara mandar.

Mensajero de Zeus

Hermes cumplirá las órdenes de Zeus sin dudarlo ni un instante, por muy desagradables que éstas sean. Tal disposición le ha valido el título de mensajero de los dioses. Y será un fiel e implacable, ejecutor de la voluntad de Zeus, quien lo tomará. Además, como asesor y consejero; sobretodo, le consultara respecto a ciertos asuntos que, por su peculiar naturaleza, resultan ciertamente desagradables.

Algunos encargos, que el dios de las sandalias, aladas cumplirá sin vacilar, resultan cuando menos crueles e innecesarios. Entre estos podemos citar la orden de dar muerte al fiel Argos, que custodiaba, por mandato de la diosa Hera, la vaca que ésta había recibido como regalo de Zeus, aunque, como es de suponer, el animal no era más que una de las muchas queridas del rey del Olimpo, a la que éste había transformado en vaca para burlar la vigilancia de su celosa esposa Hera.

Lo mismo podemos decir del episodio de Prometeo, a quien el dios Mercurio, siempre siguiendo de las órdenes de Zeus, infligió aquél se propuso siempre como meta ayudar a la humanidad. Enseño a lo mortales a curarse sus enfermedades, propuso la domesticación de los animales y, los que entonces era más importante, descubrió y robó para ellos el fuego con todas sus implicaciones (los dioses lo tildaron de ladrón y lo acusaron por haberles robado el fuego para entregárselo a los hombres, por lo que pasó a la historia de la mitología como el ladrón del fuego de los dioses), le inventó un alfabeto e introdujo diversos métodos para medir el tiempo.

Todo lo anterior atrajo la envidia, que poco a poco se fue troncando en ira, de los dioses, de manera especial la ira de Zeus, y fue cuando el dios Mercurio recibió el encargo de encadenar al titán prometeo Cáucaso. Un Aguilar sería enviado por el día para que desgarrara sus entrañas, que durante la noche volverán a restablecerse, y de nuevo, al clarear el día, se iniciaría el tormento.

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